A nadie le gusta estar triste, y cuando estamos tristes, tratamos de salir de eso, queremos sentirnos mejor lo antes posible, y muchas veces reprimimos nuestras emociones. Entendemos la tristeza como un estado insoportable que nos agobia, pero las formas de tristeza son muy diversas, son de distintas intensidades. El duelo es parte de la vida.
A veces la tristeza nos sirve como contraste que enfatiza las cosas buenas que tenemos.
A veces la tristeza trae calma. Entonces brotan las lágrimas con una sonrisa en el rostro, porque a través de la tristeza sentimos toda la riqueza del contenido de nuestra vida. Sentimos gratitud por haber vivido, sentido y compartido algo con alguien en algún momento de nuestra vida.
La tristeza nunca se enfada. Viene cuando toda la ira se ha ido, cuando los sentimientos de impotencia se han ido y solo quedan las emociones puras. Emociones que son parte de nosotros, que guardan parte de algo que tuvimos y perdimos, el duelo de la pérdida.
El dolor viene a dejarnos llorar, lavar el corazón con lágrimas de pura emoción, en las que no hay autocompasión, sino sólo aceptación y reconciliación.
El dolor nunca nos deja confundidos y desanimados, pero tranquila y refinada, reflexiva con profundas percepciones, sorprendida por los giros inesperados de la vida.
El duelo vive con nosotros y cambia, crece y se desarrolla, no crece, sino que se convierte en parte integral de la vida emocional, parte de nuestra riqueza emocional, parte de nuestras preciosas experiencias y recuerdos imborrables.
Así que cuando surja la tristeza, no intentes ahuyentarla. Abrázala, siéntate con ella, llora con ella, haz lo que te pida, escúchala y siéntela.
Abre tu corazón a ella. Porque la tristeza viene a permitirnos sentir la grandeza de nuestro corazón, a recordar cuánto hemos aceptado y experimentado y cuánto hemos invertido en lo que es más importante para nosotros.